Revista Digital

38

enero – abril 2020

Reseña del libro de Alejandro Semo, “El ferrocarril en México (1880-1900). Tiempo, Espacio y Percepción”, México, CNPPCF (Horizonte Ferroviario)-Secretaría de Cultura, 2019.

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ene – abr 2020índice

Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

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Si vas en ferrocarril

para saber dónde estás,

te fijas en lo que gritan

y al instante lo sabrás…

Ángel Rabanal

Le debo a Alejandro Semo el haberme dado a conocer al historiador alemán Wolfgang Schivelbusch y a sus muy originales estudios sobre los cambios en la percepción humana del tiempo y el espacio en el siglo XIX. Por ello le estaré profundamente agradecido, pero sobre todo por haber enriquecido los seminarios de historia cultural mexicana en los cuales tuve la oportunidad de conocerlo y escuchar sus siempre inteligentes participaciones, hace ya casi dos lustros. Después de aquellas sesiones del 2011 o 2012 le perdí la pista y justo hace unas semanas mi querida amiga Teresa Márquez Martínez, directora del Museo Nacional de los Ferrocarriles Mexicanos, tuvo a bien obsequiarme su libro El Ferrocarril en México (1880-1900). Tiempo, Espacio y Percepción. Debo reconocer que tan luego encontré un tiempo para leerlo, acometí la tarea con un enorme placer, deleitándome entre sus páginas, sus cuadros y sus magníficas fotografías, y sobre todo con su espléndida prosa. No tardé en encontrar nuevamente la agudeza del análisis de Alejandro Semo, pero lo que más nostalgia me produjo fue el reencontrarme con el gran Wolfgang Schivelbusch.

Tomando la paulatina implantación de los ferrocarriles como medios de comunicación espacial y su significado como clásico símbolo de la modernidad, Schivelbusch, al igual que Alejandro Semo en el libro que ahora se presenta, reflexiona en torno del ferrocarril como un factor decisivo en la transformación de la percepción del tiempo y el espacio, que, a su vez, caracterizó al desarrollo de la conciencia moderna, no como una derivación natural, sino como un aprendizaje cultural. Al combinar las historias individuales con los avances tecnológicos y sus impactos en las cotidianidades, aquel salto a la modernidad ferroviaria significó, en efecto, un cambio radical en las nociones del tiempo y del espacio en las sociedades occidentales del siglo XIX. Las transformaciones en las maneras de mirar, de compartir, de moverse, de percibir el paso del tiempo, de la velocidad y de los viajes, así como la profunda impresión que causaron los aparatosos accidentes y las propias patologías surgidas a partir del transporte ferrocarrilero, revelaron la importancia de la aparición de dicho medio, tanto en la conciencia individual como en los ámbitos sociales y económicos de los europeos y norteamericanos decimonónicos. Se trató, pues, de un verdadero cambio civilizatorio y desde luego cultural, al cual Norbert Elias le dedicó su magnífica obra Sobre el tiempo, de 1984, tomando como antecedente tal vez el propio trabajo de Schivelbusch, publicado originalmente en 1977.

Pero mientras Schivelbusch y Elias mostraron claramente su eurocentrismo y su afición por la historia norteamericana, desestimando las experiencias de otros rumbos del mundo, Alejandro Semo, en este libro, se cobró la deuda concentrándose en México a partir de la segunda mitad del siglo XIX.

Estructurando su libro en seis capítulos, el autor repasa la estructura económica y social del país durante aquel período y el impacto que tuvieron los ferrocarriles en la reorganización de la propia distribución de la riqueza. Enseguida se concentra en la dimensión tecnológica de dicho medio de transporte como factor determinante, no sólo en la transformación de espacios y distancias, sino también en las nociones y regularizaciones del tiempo. Entre las páginas 69 y 102, Semo ensaya una interpretación por demás sugerente que titula: Dialéctica del tiempo-espacio sobre rieles. Este ensayo, por sí mismo, merece una lectura acuciosa y un comentario puntual, que lamentablemente no se tiene el tiempo para hacerlo de manera cabal y justa, pero al que hay que reconocer como una sección medular de su estudio, dada su espléndida combinación de datos duros sobre los recorridos en diligencia –con crónicas de viaje y percepciones del paisaje, el comercio y la comunicación a pie y a caballo–, frente a lo que significó para todo ello el arribo del ferrocarril. Los cambios en el mundo rural y el urbano resultaron por demás impactantes.

El tercer capítulo lo dedica Alejandro Semo a la mirada del viajero. Con múltiples ejemplos de cronistas locales y extranjeros, con extractos de las guías y testimonios literarios, da cuenta del enriquecimiento de las percepciones individuales que trae la experiencia del ferrocarril. Aunque también habla de una “nueva soledad”, que implica moverse dentro de una jaula de acero y de cristal. Esto le permite al autor describir el interior de los vagones de ferrocarril y las posibles impresiones de sus pasajeros, a la vez que enfatizar la muy profunda división social existente en el México de fines del siglo XIX, que también llegó a separar a quienes viajaban en primera, segunda y tercera clase.

El cuarto capítulo retoma un asunto ferrocarrilero, que ya Schivelbusch había anotado a la hora de describir las consecuencias del cambio de velocidades en la sociedad europea: los accidentes y las patologías derivadas del uso de dicho medio de transporte. Los peligros y los miedos, las neurosis, las angustias y los traumas provocados, ya sea por el exceso de velocidad, por los descarrilamientos, los trágicos accidentes o la simple alteración de la cotidianidad, son el tema de este apartado, que combina la experiencia mexicana con algunas consideraciones sicoanalíticas, sobre las cuales el autor parece sentirse particularmente interesado. Pero sacándose la espina de la tragedia sicologista, Alejandro Semo concluye su capítulo con una serie de referencias sobre la seguridad y el control que, poco a poco, tuvo que imponerse en el medio para evitar tanto accidente. 

No podía faltar un aspecto de la historia de los ferrocarriles decimonónicos mexicanos que, prácticamente, se impuso tanto como una forma de promoción de las compañías, como del establecimiento de una moda típica de las modernidades occidentales: el turismo. Como secuela de las visitas a lugares ajenos propiciada por las peregrinaciones religiosas o civiles, el turismo moderno corrió a la par de la implantación de otras modas como las cámaras fotográficas, la lectura de revistas ilustradas o el excursionismo. El ferrocarril no sólo posibilitó la expansión y el ejercicio práctico de dichas modas, sino que también trajo consigo la publicación de guías y almanaques para uso particular de los viajeros y turistas. A estos dos tipos de publicaciones dedica Alejandro Semo una buena cantidad de páginas.

Finalmente, el capítulo sexto lo dedica a las estaciones de ferrocarril. Como “vínculo con lo otro”, “punto de salida de lo desconocido y de llegada de lo ilustre”, la estación de ferrocarril sería desde luego un símbolo más de la industrialización, al incorporar trabajadores uniformados y oficiales, y al ser el recinto de recepción de las innovaciones tecnológicas. Pero esas mismas estaciones también serían lugares para la espera, para experimentar la ansiedad del viaje, para celebrar la fiesta de bienvenida y el espacio para ejercer públicamente el discurso social. Para todo ello era necesario adaptar las construcciones. Y en México se dio una marea particularmente creativa a la hora de construir estaciones. Hubo aquellas que se edificaron ex-profeso, pero también hubo algunas que adaptaron viejas haciendas o antiguos conventos para dar pie a la llegada o a la partida de trenes. Una vez resueltos los problemas técnicos, muchos arquitectos e ingenieros dieron vuelo a su imaginación y presentaron un extraordinario espectro de variantes a la hora de construir aquellos lugares de espera, de compra de billetes, de comida ambulante, de resguardo de implementos ferroviarios y militares, y sobre todo de bodegas. Hubo estaciones de estilo art nouveau o art decó, pero una buena cantidad se ajustó al modelo neoclásico o al de la edificación “a la inglesa”. Afortunadamente todavía quedan por ahí algunas viejas estaciones, ya sea reconstruidas y adaptadas como centros culturales o escuelas, que testimonian la funcionalidad y la dimensión poética de aquellos “no lugares”, como los llama Alejandro Semo. Pero también es cierto que muchas siguen abandonadas y olvidadas como parte de la decadencia de un paisaje trasnochado, que poco le importa a quien va en su automóvil por alguna carretera, que antaño fue el cauce de un par de rieles de acero capaz de soportar el peso de una máquina de vapor con sus vagones y su inevitable cabús en pos de nuevos horizontes. 

Cierto que este libro sobre el tiempo, el espacio y la percepción en torno del Ferrocarril en México, entre 1880-1990, de Alejandro Semo, puede alimentar una sensación de nostalgia de aquel tiempo ido en que los ferrocarriles formaron parte del paisaje mexicano. Pero mucho más que ello, este libro debería ser una lectura obligatoria para quienes tienen el poder de rescatar lo que queda de aquellos ferrocarriles, ya sean vías, estaciones, máquinas y demás, con el fin de convertirlo en un patrimonio cultural de todos los mexicanos. Una parte de este trabajo ya lo ha hecho el Centro Nacional para la Preservación del Patrimonio Cultural Ferrocarrilero, que dirige Tere Márquez, y cuya muy meritoria labor también incluye la edición de libros como este. Sin embargo, ella y Alejandro no me dejarán mentir, queda mucho trecho que caminar. Y promover la lectura de este magnífico libro, no sólo entre autoridades, sino también entre el público en general, sin duda ayudará a dar unos cuantos pasos más hacia adelante.


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